Compartir con él el
escenario fue uno de los momentos más misteriosos y fantásticos de esa vida
paralela a la vida real que se vive en la escena. Era un espectáculo musical de
un famosísimo cantor romántico, y en él aparecían un grupo de “artistas de
circo de verdad”. Además del lanzallamas y la contorsionista, que eran personas
comunes realizando un trabajo muy especializado, estaban los cuatro enanos y el
payaso Sonsonete. Los cuatro enanos eran una familia en la vida real que en el
escenario se representaba a sí misma. El guión de sus intervenciones y su
actuación eran tan malos que resultaban absolutamente desconcertantes, hasta el
punto de hacernos sospechar de si no se trataría de alguna genialidad para la
cual no estabamos suficientemente capacitados.
Pero el único Artista
(con mayúscula), un artista a pesar del mundo e incluso de sí mismo, era el
payaso. Era un payaso viejo y tristísimo, flaco hasta lo imposible. De solo
verle la cara, adivinarle la cara detrás del maquillaje te podías poner a
llorar. No hacía prácticamente nada en el escenario, su acto era de un
minimalismo absoluto.
La única acción consistía
en extraer un interminable pañuelo –o varios pañuelos anudados- de su boca, la
hacía de espaldas al público, y sordo a las ordenes del “divo” que le gritaba
azorado que se girase hacia el respetable.
Y el nombre! Qué nombre!
Sonsonete!* Solo un gran filósofo pudo haber nombrado tan sabiamente todo lo
que esa figura solitaria y mísera representaba: el alma, la triste alma humana.
*Sonsonete.
1. m. Sonido que resulta
de los golpes pequeños y repetidos que se dan en una parte, imitando un son de
música.
2. [m.]fig. Ruido
generalmente poco intenso, pero continuado, y por lo común desapacible.
3. [m.]fig. Tonillo o
modo especial en la risa o palabras, que denota desprecio o ironía.