Cuarenta años, rubia, pecosa, vestida
con un camisón de satén rosa a las cinco de la tarde. Encerrada en su
habitación de mujer separada, los hijos al cuidado de la abuela en otro lado de
la casa. Copiaba en un gran cuaderno con lapicera de tinta y una letra azul muy
estirada. Trabajaba. Ese era su trabajo: copista. A mis seis años, era la
primera vez que conocía una mujer separada, en camisón a las cinco de la tarde
–lo cual sugería que recién se levantaba de la cama, que podía existir un “trabajo”
que se haga entre la tibieza de la sábanas, y una cierta libertad horaria -
pero lo más revolucionario: era la primera vez que conocía a alguien cuyo
oficio estaba basado en el acto de “escribir”, y esa acción iba acompañada de
atributos muy femeninos, misteriosos y bohemios.