16.2.11

Orient Express

Ciudades que mal conocí, sobre las que bailé alguna danza sólo avivada por mi propia presencia, insignificante pero joven. Qué puedo contar sobre ellas sino algo de mí, insignificante pero cierto. ¿La danza?  un mero pretexto para recorrer un camino, mal pagado, y muchas veces caprichoso, como aquella vez que pasé por Viena, rumbo a Praga, y a los dos días, después de la función, otra vez desandar la misma vía, volver a parar en la estación de Viena rumbo a algún pueblo - insignificante de Austria -, lo que no lo era, el nombre de aquel tren: Orient Express.
La foto de la Estación de Viena: un vienés, tomando el té en una confitería inocentemente demodé, atemporal, como lo son siempre los salones de té en las estaciones de tren de la vieja Europa. El muy pálido, con polvo en la cara y la boca pintada de rojo.
El placer de un cuarto de hotel - con desayuno - después de una habitación prestada - sin desayuno -.
Otro día, de otro año, de otra gira,  en  nuestro compartimento del Orient Express repleto de baúles enormes, pesados, ridículos, viajaba un periodista ruso. Todo un personaje con barba, pipa y máquina de escribir portátil. Un comunista romántico y nostálgico, que hablaba varios idiomas y sentía nostalgia de su vida, de su juventud, de sus ideales, arrobado por encontrarse en el Orient Express con un grupo de bailarinas argentinas que lo miraban como a una rara especie en extinción a la que se  tiene oportunidad de ver por primera y última vez.